martes, 31 de diciembre de 2013

pequeñez para un día especial

Lo siento infinitamente, pero hoy me niego a pedirle nada al tiempo. No pienso rogarle al 2014 como si fuese, por alguna razón, mi divinidad. Yo también he dedicado los últimos años, al menos desde que tengo uso de razón (no hace mucho, la verdad), a redactar tediosas e idílicas listas de propósitos que jamás, ni una sola vez, he cumplido. De hecho, cuando termina enero ya no recuerdo qué era eso que quería de mí. Pero hoy me he empeñado en no arrodillarme ante el año que despunta y pedirle por favor, por lo que más quiera, que me ayude a ser mejor persona. Hoy no le pediré nada al tempo. En realidad, no creo en él. Y, además, el ruido del reloj me pone cardíaca. A mí el tiempo, y lo siento por este alarde de finura navideña, me importa una mierda.
No le pido nada al tiempo, pero sí a las personas. A ti, que me lees ahora. Porque en eso sí que creo, y sí que me importa. Y la verdadera esencia de cualquier cambio, de cualquier meta, de cualquier camino está precisamente en nosotros, no en el correr de nuestro amigo Casio. La vida se concentra estos seres que contabilizan el tiempo y esperan, a veces, que éste les dé las cosas por sí solo.
Te pido, hoy, que creas en ti. Porque cuando lo hagas, cuando te conciencies de que vives, respiras y andas por tu propia cuenta, serás también consciente de que esa vida, esa respiración y ese caminar dependen solamente de ti. Creer en uno mismo es el principio de la no-sumisión (y utilizo un compuesto que me acabo de inventar porque me encanta plantar un "no" delante de la palabreja).
Te pido que te destrabes de lo que ahora parece pinzarte. Quieren convertirnos en ropa que ondea al viento en la cuerda de tender, algo que no puede escaparse porque está bien sujeto y agarrado. Pero no somos camisetas, pantalones, abrigos ni bragas. No tenemos mangas, sino brazos. Y cabeza, piernas para correr y ejercer una acción.
Te pido que conviertas tu rabia en creatividad. Que construyas. Que reinventes los significados que, con el tiempo, se corrompieron, y conviertas las palabras en la base de lo que ya fueron. Que crees educación allí donde hay "educación", que crees solidaridad allí donde hay "solidaridad", que construyas ayuda allí donde hay "ayudas", que des forma a la igualdad allí donde hay "igualdad".
Te pido, a su vez, que no sucumbas a esa rabia ciega. Que pienses siempre con la cabeza fría, y calcules tus posibilidades y lo que es mejor. Ser emocional es la cualidad humana que me parece más bonita, pero debemos saber enfocar esas emociones. Deben darnos fuerza, no desorientarnos.
Te pido que te unas a los demás. Que crees colectivos. Que te compartas, que ayudes a pensar. Que ayudes que se desarrolle algo que ya, dentro de la mayoría de nosotros, se gesta. Necesitamos valentía que haga florecer la fuerza, y eso sólo puede salir de los torrentes sanguíneos de cada uno de nosotros.
Te pido que no te sometas al marco que quieren imponerte. Que no tomes como el orden natural algo totalmente construido por otros. No creas jamás, por favor, en la injusticia. No cedas. No te metas dentro de esa espiral de silencio que dicta que quien impone su orden es quien chilla más fuerte.
Te pido que pierdas el miedo. Que les des una patada, que lo tires al contenedor más feo que encuentres.
Te pido que tengas empatía, que no seas como aquéllos que se diferencian de la especie a la que pertenecen. La humanidad nace precisamente de la capacidad de ser empáticos, de saber sentir lo que no sentimos, de sacar algo propio de las vivencias no vividas.
Te pido que conviertas el 2014 en el año del cambio. Porque, repito, no voy a pedirle nada al tiempo. Por sí solo no hace absolutamente nada. Somos nosotros quienes tenemos la fuerza, quienes podemos plantar un "no" delante de tantas otras palabras horrorosas que se han vuelto materia.
Si nos unimos, si perdemos el miedo, si creemos en nosotros, si desarrollamos el mecanismo de la empatía, si canalizamos la rabia, si somos valientes, si tenemos constancia de que los acuerdos sociales son simplemente estructuras que no tienen por qué estar ahí, podremos cambiar.
Yo no creo en el tiempo. Creo, sin embargo, en quien llena los minutos y gesta ideas que son como cañones de propulsión.
Feliz cambio, y feliz camino.

"A la sombra de mi sombra 
me estoy haciendo un sombrero; 
sombrero de largas pajas 
que he recogido del suelo. 
Lo haré con el ala ancha, 
que casi llegue hasta el cielo 
pa' muchas veces no ver 
las cosas que ver no quiero. 

No quiero ver injusticias ni miserias; 
no quiero ver militares ni princesas;
no quiero ver dictaduras ni pobrezas; 
no quier ver religiones ricas, ni reinas. 
Que sólo quiero yo ver a los pobres sin miseria; 
a los ricos sin dinero desnudos en esta tierra; 
a infinitos corazones unidos por el amor
y unidos contra la guerra. 

A la sombra de mi sombra 
me estoy haciendo un sombrero 
pero voy a dejar de hacerlo 
para luchar con dos güevos."
(A la sombra de mi sobra - Extrechinato y tú)


René Magritte - Decalcomania (1966)

jueves, 26 de diciembre de 2013

houston, escucha

Houston, tenemos un problema. 
¿Corto? ¿Cambio? ¿O sigo hablando? 
Houston… 
Tenemos un problema muy gordo. 
¿Qué? 
¿Que no? 
¿Que no hay problema? 
Venga, Houston… 
Maldita sea. Nadie me escucha en las altas esferas. O mi voz se queda corta o son las ondas, que no llegan al espacio. Quizás no lleguen. Puede que sea eso. Que, al habernos embutido en esta estrambótica realidad en la que Houston corona la luna y la tierra está llena de cráteres, la conexión se tambalee. 
Mi voz no llega a Houston, y Houston ya no llega a mí. No hay nexos. Porque se ha elevado demasiado. Todo se dio la vuelta, se invirtió la polaridad. Y la razón de ser de la base en Houston dejó de tener sentido. Ya Houston no conoce mi estado, y me envía órdenes que no cubren mis necesidades más básicas. Ellos, simplemente, me miran desde arriba. 
A Houston ya no le importan mis problemas. 
Podría llorarle al transmisor, morder los cables, girar las ruedas, salir a la calle y chillar, desgañitarme para que escuchen de una vez que no, que no me gusta que la luna esté en mi casa. Que yo quería flotar por el espacio. 
Houston, joder. Que tenemos un problema. 
Quizás esto sea simplemente una incomodidad más de la distancia existente entre la base y la tripulación. Entre los que mandan y los mandados. Porque, en teoría, el poder existe para cubrir unas necesidades, para que la vida en la base del cilindro sea llevadera, segura. Houston debe velar por la seguridad del astronauta, y debe posibilitar que la misión salga correctamente. Para ello, la base de control está en la tierra, desde donde la misión se ha planeado, desde donde ha salido la nave. Y es que la misión recae directamente sobre la tierra; ésta es su razón de ser. Personas que dirigen a personas por el bien de las personas, por el bien de las personas a dirigir. 
Y, sin embargo, Houston se trasladó a la luna. Y da órdenes a la tierra, pero no se acerca a ella. El único punto de referencia son los datos que, ordenadamente, distintos organismos sondean. Datos fríos, muertos. Nadie puede conocer, desde una luna alta y ajena, cómo vivimos en la tierra. Y Houston ni siquiera escucha que tenemos un problema. Un problema gordo, que tendrá consecuencias. No para ellos, sino para nosotros. Porque somos, sin duda, dos especies o castas separadas, y no pertenecemos a la misma realidad aunque quien debe velar por nosotros sea, supuestamente, uno de nosotros. 
Houston ascendió. Le dimos la potestad, el poder suficiente para hacerlo. Todo porque no supimos barajar bien las cartas, o porque nunca nos enseñaron a hacerlo. Por un simple error de percepción. Houston ascendió como los globos de helio, y nosotros nos quedamos oteando el cielo desde esta tierra-luna. Y, desde que lo hizo, comenzaron a sucederse las locuras. Nos convertimos en símbolos, en carteras con patas; nos robaron el derecho a manifestar las dolencias sociales; la sociedad más individualista hasta el momento comenzó, irónicamente, a ser tratada como dos entes sin diferenciación entre sus células (alto, bajo); nos cosificaron; convirtieron las ayudas en utopía; amedrentaron la rabia, creyendo que nos anulaban; hablaron de progreso mientras nos propulsaban sin descanso hacia un injusto pretérito pluscuamperfecto; nos obligaron a procrear, procrear y procrear; nos clasificaron atendiendo a los papeluchos que llevásemos dentro del bolsillo; se propusieron que jamás aprendiésemos que hay algo más allá. Y, encima, ni siquiera han pedido perdón. 
Y cortaron la comunicación. O hicieron oídos sordos. No sé qué es peor. Lo que sientan, lo que vivan aquéllos que son gobernados no importa, porque donde verdaderamente se concentra la buena vida es en la luna. Una luna que nos robó Houston, convirtiéndonos en astronautas de visita en nuestro propio planeta. Y, ¿qué importa que enviemos, como locos, sondas al espacio? No importamos. No les importamos. Pero, ¿sabes?... Son ajenos a nosotros, y nosotros somos más. Podemos vivir, simplemente, en la tierra. Y luchar, pelear, recuperar la luna. 
Tenemos un problema… Y es un problema que ha llegado a doler. Que imposibilita muchas cosas. Si no hacemos algo con él, quizás el futuro no sea tan nuestro. No podemos dejar que las leyes dejen de ser instrumentos para salvaguardar los derechos y deberes del ciudadano y se conviertan, sin más, en las bombas de la batalla ideológica. Houston no escucha, pero, entre nosotros: Houston es el problema.

"Houston, tengo miedo...
Quiero bajarme de aquí"
(Houston, tenemos un poema - Love of Lesbian)



  
(Tenía en mente publicar una entrada semanal. Pero, debido a otro problema estelar llamado EXÁMENES DE ENERO, me veo obligada a disminuir la periodicidad de mis cabreos momentáneos hasta que empiece el mes de los 28 días. No se preocupen, nadie se libra de mí. Feliz navidad)

jueves, 12 de diciembre de 2013

dulce introducción al caos


El otro día, un señor esperaba detrás de mí en la cola de la oficina del tranvía. Un señor muy mayor, de éstos que llevan los años colgados a las pestañas. Sacó del bolsillo un “móvil ladrillo”, un Nokia de tapa al que, hace unos nueve años, aquella niña que en parte sigo siendo habría calificado de “móvil de mi abuela”. Preguntó, con el móvil en la mano, como quien empuña el corazón, cómo era eso de pagar los viajes en tranvía con el móvil. Con un smartphone, y gracias a las virguerías de MetroTenerife, es posible adquirir un bono virtual y validar los viajes mediante un código QR.
La chica que le atendía sonrió, y yo también lo hice. Y es que cuando alguien deja traslucir una inocencia que ha vuelto a nacer con los años, no puedes evitar que se te curven los labios. La sonrisa no es irónica, ni de burla; surge de una comprensión que no sé de dónde nace.
Pero me niego a volver a sonreír ante una inocencia reconstruida, porque allí donde hay sonrisa existe la aceptación de que está bien ser dúctil.
Aquel hombre se había mareado. Y, mientras la chica le explicaba por qué su cacharro no servía, se le torcía el gesto. Estaba confundido, alienado ante el hecho de no entender, de tener en la mano un aparato incapaz que solamente servía para llamar. Parecía estar pensando que ya no pertenecía al colectivo para el que se hacen las mejoras. Me vi apurada. Quise decirle que no importaba, que llevar el papelito encima no es tan malo, que aquel Nokia le bastaba y que yo tampoco entendía por qué los aparatos y sus funciones, siendo tan iguales, son tan distintos.
Ya no quiero sonreír ante el mareo. Me niego a establecer una complicidad con el giro. Me parece un acto de irresponsabilidad, porque al fin y al cabo yo también me mareo y me desoriento y me doblo. Y es que, al igual que aquel señor al que le había saturado el cambio tecnológico y la inmediatez y la fugacidad a la que mi generación ya está tan habituada (convirtiendo la vida en un carpe diem impuesto por la desaparición, la obsolescencia programada), yo estoy ahíta, aturdida. Y veo lo mismo en pupilas ajenas, en gestos, movimientos que remarcan lo inocultable: oscilamos como cuerpos que se resisten al movimiento, e intentamos agarrarnos a un poste para que no nos arrastre la marea.
Tengo la sensación de que cada vez todo es más complejo: instituciones, televisión, Internet, burocracia, posiciones, líderes y meros jefes, información, posibilidades, leyes, justicia o ausencia de ella, acuerdos sociales, convencionalismos, significados. Cada vez las cosas tienden más hacia arriba, y en algún momento el cuello no dio más de sí y nos quedamos agarrotados, con los pies anclados al suelo y una nula posibilidad de escapar de los pedruscos. Todo gira, todo cambia deprisa, como los teléfonos móviles y los códigos, aplicaciones e incluso viajes en transporte público embutidos dentro del aparato que antes servía para llamar a casa. Y nuestro papel, hasta ahora, ha sido el de ajustarnos, amoldarnos a los giros que da todo y, corriendo al ritmo, aguantar el chaparrón de una sucesión de tiempo que se despega del reloj porque va más deprisa que éste.
Hemos caído en el desconcierto, en la falta de entendimiento. Y al no entender, nos mareamos. Es la respuesta lógica, natural ante las vueltas, ante esta noria o montaña rusa que nos ayuda a evocar las nubes pero que no nos permite tocarlas. Y al no entender, no sentimos pequeñitos; aceptamos de forma tácita que no tenemos derecho a participar en nada. El sentimiento de pertenencia no es proporcional a este vaivén que agarrota los miembros, que obliga a agarrarse a algo. Sentimos que no participamos en el cambio, en los nudos que cada vez ahogan un poquito más. La justicia no es nuestra, la política no es nuestra, la educación no es nuestra, la democracia no es nuestra. El mundo nos quiere dúctiles, y estamos tan ocupados en ajustarnos a sus ramificaciones que no nos damos cuenta de que sí, somos laxos. Y, anudando, nos anudamos.
Dejemos de sonreír ante la inocencia rehecha. No es la solución. Quizá ésta consista simplemente en compartir el mareo, en chillar que estamos aturdidos, que necesitamos una vía. Cuando tengo constancia de que me mareo, veo gente mareada. Y tiro del hilo, y pienso, y me siento un poco más mía. La comunicación es el principio, y el comienzo de la acción es verbalizar lo que nace o lo que ya está vivo. Y si este mareo puede constituir algún tipo de reacción al ajuste, lo digno es hacer que todo el que se sienta girar se dé cuenta de que no está moviendo las piernas. Sólo siendo conscientes podremos reaccionar. Después podremos decidir por dónde va a empezar la libertad.


"se rompió la cadena que ataba el reloj a las horas.
se paró el aguacero, ahora somos flotando dos gotas.
agarrado un momento a la cola del viento me siento mejor,
me olvidé de poner en el suelo los pies y me siento mejor..."
(Extremoduro - Dulce introducción al caos)


(Tengo que añadir, no obstante, que existen personas que se escapan del mareo, y lo hacen bien. Personas que no se dejan aturdir, que intentan comprender lo que les rodea. Son, sin duda, focos de luz, pruebas de que es posible conseguirlo. Les doy las gracias por anteponerse al giro, por patalear. Son los referentes que yo quiero tener. Porque un referente no es aquél que te enseña cómo se hacen las cosas, sino cómo es algo cuando está bien construido. Y, en este caso, cómo es alguien cuando pisa fuerte.
No puedo cerrar esta nota, porque quedaría vacía, sin mentar a mi brújula personal, a la que considero un fuerte ejemplo de esto. Las personas que saben que son imperfectas son las que ayudan a comprender)