martes, 31 de diciembre de 2013

pequeñez para un día especial

Lo siento infinitamente, pero hoy me niego a pedirle nada al tiempo. No pienso rogarle al 2014 como si fuese, por alguna razón, mi divinidad. Yo también he dedicado los últimos años, al menos desde que tengo uso de razón (no hace mucho, la verdad), a redactar tediosas e idílicas listas de propósitos que jamás, ni una sola vez, he cumplido. De hecho, cuando termina enero ya no recuerdo qué era eso que quería de mí. Pero hoy me he empeñado en no arrodillarme ante el año que despunta y pedirle por favor, por lo que más quiera, que me ayude a ser mejor persona. Hoy no le pediré nada al tempo. En realidad, no creo en él. Y, además, el ruido del reloj me pone cardíaca. A mí el tiempo, y lo siento por este alarde de finura navideña, me importa una mierda.
No le pido nada al tiempo, pero sí a las personas. A ti, que me lees ahora. Porque en eso sí que creo, y sí que me importa. Y la verdadera esencia de cualquier cambio, de cualquier meta, de cualquier camino está precisamente en nosotros, no en el correr de nuestro amigo Casio. La vida se concentra estos seres que contabilizan el tiempo y esperan, a veces, que éste les dé las cosas por sí solo.
Te pido, hoy, que creas en ti. Porque cuando lo hagas, cuando te conciencies de que vives, respiras y andas por tu propia cuenta, serás también consciente de que esa vida, esa respiración y ese caminar dependen solamente de ti. Creer en uno mismo es el principio de la no-sumisión (y utilizo un compuesto que me acabo de inventar porque me encanta plantar un "no" delante de la palabreja).
Te pido que te destrabes de lo que ahora parece pinzarte. Quieren convertirnos en ropa que ondea al viento en la cuerda de tender, algo que no puede escaparse porque está bien sujeto y agarrado. Pero no somos camisetas, pantalones, abrigos ni bragas. No tenemos mangas, sino brazos. Y cabeza, piernas para correr y ejercer una acción.
Te pido que conviertas tu rabia en creatividad. Que construyas. Que reinventes los significados que, con el tiempo, se corrompieron, y conviertas las palabras en la base de lo que ya fueron. Que crees educación allí donde hay "educación", que crees solidaridad allí donde hay "solidaridad", que construyas ayuda allí donde hay "ayudas", que des forma a la igualdad allí donde hay "igualdad".
Te pido, a su vez, que no sucumbas a esa rabia ciega. Que pienses siempre con la cabeza fría, y calcules tus posibilidades y lo que es mejor. Ser emocional es la cualidad humana que me parece más bonita, pero debemos saber enfocar esas emociones. Deben darnos fuerza, no desorientarnos.
Te pido que te unas a los demás. Que crees colectivos. Que te compartas, que ayudes a pensar. Que ayudes que se desarrolle algo que ya, dentro de la mayoría de nosotros, se gesta. Necesitamos valentía que haga florecer la fuerza, y eso sólo puede salir de los torrentes sanguíneos de cada uno de nosotros.
Te pido que no te sometas al marco que quieren imponerte. Que no tomes como el orden natural algo totalmente construido por otros. No creas jamás, por favor, en la injusticia. No cedas. No te metas dentro de esa espiral de silencio que dicta que quien impone su orden es quien chilla más fuerte.
Te pido que pierdas el miedo. Que les des una patada, que lo tires al contenedor más feo que encuentres.
Te pido que tengas empatía, que no seas como aquéllos que se diferencian de la especie a la que pertenecen. La humanidad nace precisamente de la capacidad de ser empáticos, de saber sentir lo que no sentimos, de sacar algo propio de las vivencias no vividas.
Te pido que conviertas el 2014 en el año del cambio. Porque, repito, no voy a pedirle nada al tiempo. Por sí solo no hace absolutamente nada. Somos nosotros quienes tenemos la fuerza, quienes podemos plantar un "no" delante de tantas otras palabras horrorosas que se han vuelto materia.
Si nos unimos, si perdemos el miedo, si creemos en nosotros, si desarrollamos el mecanismo de la empatía, si canalizamos la rabia, si somos valientes, si tenemos constancia de que los acuerdos sociales son simplemente estructuras que no tienen por qué estar ahí, podremos cambiar.
Yo no creo en el tiempo. Creo, sin embargo, en quien llena los minutos y gesta ideas que son como cañones de propulsión.
Feliz cambio, y feliz camino.

"A la sombra de mi sombra 
me estoy haciendo un sombrero; 
sombrero de largas pajas 
que he recogido del suelo. 
Lo haré con el ala ancha, 
que casi llegue hasta el cielo 
pa' muchas veces no ver 
las cosas que ver no quiero. 

No quiero ver injusticias ni miserias; 
no quiero ver militares ni princesas;
no quiero ver dictaduras ni pobrezas; 
no quier ver religiones ricas, ni reinas. 
Que sólo quiero yo ver a los pobres sin miseria; 
a los ricos sin dinero desnudos en esta tierra; 
a infinitos corazones unidos por el amor
y unidos contra la guerra. 

A la sombra de mi sombra 
me estoy haciendo un sombrero 
pero voy a dejar de hacerlo 
para luchar con dos güevos."
(A la sombra de mi sobra - Extrechinato y tú)


René Magritte - Decalcomania (1966)

jueves, 26 de diciembre de 2013

houston, escucha

Houston, tenemos un problema. 
¿Corto? ¿Cambio? ¿O sigo hablando? 
Houston… 
Tenemos un problema muy gordo. 
¿Qué? 
¿Que no? 
¿Que no hay problema? 
Venga, Houston… 
Maldita sea. Nadie me escucha en las altas esferas. O mi voz se queda corta o son las ondas, que no llegan al espacio. Quizás no lleguen. Puede que sea eso. Que, al habernos embutido en esta estrambótica realidad en la que Houston corona la luna y la tierra está llena de cráteres, la conexión se tambalee. 
Mi voz no llega a Houston, y Houston ya no llega a mí. No hay nexos. Porque se ha elevado demasiado. Todo se dio la vuelta, se invirtió la polaridad. Y la razón de ser de la base en Houston dejó de tener sentido. Ya Houston no conoce mi estado, y me envía órdenes que no cubren mis necesidades más básicas. Ellos, simplemente, me miran desde arriba. 
A Houston ya no le importan mis problemas. 
Podría llorarle al transmisor, morder los cables, girar las ruedas, salir a la calle y chillar, desgañitarme para que escuchen de una vez que no, que no me gusta que la luna esté en mi casa. Que yo quería flotar por el espacio. 
Houston, joder. Que tenemos un problema. 
Quizás esto sea simplemente una incomodidad más de la distancia existente entre la base y la tripulación. Entre los que mandan y los mandados. Porque, en teoría, el poder existe para cubrir unas necesidades, para que la vida en la base del cilindro sea llevadera, segura. Houston debe velar por la seguridad del astronauta, y debe posibilitar que la misión salga correctamente. Para ello, la base de control está en la tierra, desde donde la misión se ha planeado, desde donde ha salido la nave. Y es que la misión recae directamente sobre la tierra; ésta es su razón de ser. Personas que dirigen a personas por el bien de las personas, por el bien de las personas a dirigir. 
Y, sin embargo, Houston se trasladó a la luna. Y da órdenes a la tierra, pero no se acerca a ella. El único punto de referencia son los datos que, ordenadamente, distintos organismos sondean. Datos fríos, muertos. Nadie puede conocer, desde una luna alta y ajena, cómo vivimos en la tierra. Y Houston ni siquiera escucha que tenemos un problema. Un problema gordo, que tendrá consecuencias. No para ellos, sino para nosotros. Porque somos, sin duda, dos especies o castas separadas, y no pertenecemos a la misma realidad aunque quien debe velar por nosotros sea, supuestamente, uno de nosotros. 
Houston ascendió. Le dimos la potestad, el poder suficiente para hacerlo. Todo porque no supimos barajar bien las cartas, o porque nunca nos enseñaron a hacerlo. Por un simple error de percepción. Houston ascendió como los globos de helio, y nosotros nos quedamos oteando el cielo desde esta tierra-luna. Y, desde que lo hizo, comenzaron a sucederse las locuras. Nos convertimos en símbolos, en carteras con patas; nos robaron el derecho a manifestar las dolencias sociales; la sociedad más individualista hasta el momento comenzó, irónicamente, a ser tratada como dos entes sin diferenciación entre sus células (alto, bajo); nos cosificaron; convirtieron las ayudas en utopía; amedrentaron la rabia, creyendo que nos anulaban; hablaron de progreso mientras nos propulsaban sin descanso hacia un injusto pretérito pluscuamperfecto; nos obligaron a procrear, procrear y procrear; nos clasificaron atendiendo a los papeluchos que llevásemos dentro del bolsillo; se propusieron que jamás aprendiésemos que hay algo más allá. Y, encima, ni siquiera han pedido perdón. 
Y cortaron la comunicación. O hicieron oídos sordos. No sé qué es peor. Lo que sientan, lo que vivan aquéllos que son gobernados no importa, porque donde verdaderamente se concentra la buena vida es en la luna. Una luna que nos robó Houston, convirtiéndonos en astronautas de visita en nuestro propio planeta. Y, ¿qué importa que enviemos, como locos, sondas al espacio? No importamos. No les importamos. Pero, ¿sabes?... Son ajenos a nosotros, y nosotros somos más. Podemos vivir, simplemente, en la tierra. Y luchar, pelear, recuperar la luna. 
Tenemos un problema… Y es un problema que ha llegado a doler. Que imposibilita muchas cosas. Si no hacemos algo con él, quizás el futuro no sea tan nuestro. No podemos dejar que las leyes dejen de ser instrumentos para salvaguardar los derechos y deberes del ciudadano y se conviertan, sin más, en las bombas de la batalla ideológica. Houston no escucha, pero, entre nosotros: Houston es el problema.

"Houston, tengo miedo...
Quiero bajarme de aquí"
(Houston, tenemos un poema - Love of Lesbian)



  
(Tenía en mente publicar una entrada semanal. Pero, debido a otro problema estelar llamado EXÁMENES DE ENERO, me veo obligada a disminuir la periodicidad de mis cabreos momentáneos hasta que empiece el mes de los 28 días. No se preocupen, nadie se libra de mí. Feliz navidad)

jueves, 12 de diciembre de 2013

dulce introducción al caos


El otro día, un señor esperaba detrás de mí en la cola de la oficina del tranvía. Un señor muy mayor, de éstos que llevan los años colgados a las pestañas. Sacó del bolsillo un “móvil ladrillo”, un Nokia de tapa al que, hace unos nueve años, aquella niña que en parte sigo siendo habría calificado de “móvil de mi abuela”. Preguntó, con el móvil en la mano, como quien empuña el corazón, cómo era eso de pagar los viajes en tranvía con el móvil. Con un smartphone, y gracias a las virguerías de MetroTenerife, es posible adquirir un bono virtual y validar los viajes mediante un código QR.
La chica que le atendía sonrió, y yo también lo hice. Y es que cuando alguien deja traslucir una inocencia que ha vuelto a nacer con los años, no puedes evitar que se te curven los labios. La sonrisa no es irónica, ni de burla; surge de una comprensión que no sé de dónde nace.
Pero me niego a volver a sonreír ante una inocencia reconstruida, porque allí donde hay sonrisa existe la aceptación de que está bien ser dúctil.
Aquel hombre se había mareado. Y, mientras la chica le explicaba por qué su cacharro no servía, se le torcía el gesto. Estaba confundido, alienado ante el hecho de no entender, de tener en la mano un aparato incapaz que solamente servía para llamar. Parecía estar pensando que ya no pertenecía al colectivo para el que se hacen las mejoras. Me vi apurada. Quise decirle que no importaba, que llevar el papelito encima no es tan malo, que aquel Nokia le bastaba y que yo tampoco entendía por qué los aparatos y sus funciones, siendo tan iguales, son tan distintos.
Ya no quiero sonreír ante el mareo. Me niego a establecer una complicidad con el giro. Me parece un acto de irresponsabilidad, porque al fin y al cabo yo también me mareo y me desoriento y me doblo. Y es que, al igual que aquel señor al que le había saturado el cambio tecnológico y la inmediatez y la fugacidad a la que mi generación ya está tan habituada (convirtiendo la vida en un carpe diem impuesto por la desaparición, la obsolescencia programada), yo estoy ahíta, aturdida. Y veo lo mismo en pupilas ajenas, en gestos, movimientos que remarcan lo inocultable: oscilamos como cuerpos que se resisten al movimiento, e intentamos agarrarnos a un poste para que no nos arrastre la marea.
Tengo la sensación de que cada vez todo es más complejo: instituciones, televisión, Internet, burocracia, posiciones, líderes y meros jefes, información, posibilidades, leyes, justicia o ausencia de ella, acuerdos sociales, convencionalismos, significados. Cada vez las cosas tienden más hacia arriba, y en algún momento el cuello no dio más de sí y nos quedamos agarrotados, con los pies anclados al suelo y una nula posibilidad de escapar de los pedruscos. Todo gira, todo cambia deprisa, como los teléfonos móviles y los códigos, aplicaciones e incluso viajes en transporte público embutidos dentro del aparato que antes servía para llamar a casa. Y nuestro papel, hasta ahora, ha sido el de ajustarnos, amoldarnos a los giros que da todo y, corriendo al ritmo, aguantar el chaparrón de una sucesión de tiempo que se despega del reloj porque va más deprisa que éste.
Hemos caído en el desconcierto, en la falta de entendimiento. Y al no entender, nos mareamos. Es la respuesta lógica, natural ante las vueltas, ante esta noria o montaña rusa que nos ayuda a evocar las nubes pero que no nos permite tocarlas. Y al no entender, no sentimos pequeñitos; aceptamos de forma tácita que no tenemos derecho a participar en nada. El sentimiento de pertenencia no es proporcional a este vaivén que agarrota los miembros, que obliga a agarrarse a algo. Sentimos que no participamos en el cambio, en los nudos que cada vez ahogan un poquito más. La justicia no es nuestra, la política no es nuestra, la educación no es nuestra, la democracia no es nuestra. El mundo nos quiere dúctiles, y estamos tan ocupados en ajustarnos a sus ramificaciones que no nos damos cuenta de que sí, somos laxos. Y, anudando, nos anudamos.
Dejemos de sonreír ante la inocencia rehecha. No es la solución. Quizá ésta consista simplemente en compartir el mareo, en chillar que estamos aturdidos, que necesitamos una vía. Cuando tengo constancia de que me mareo, veo gente mareada. Y tiro del hilo, y pienso, y me siento un poco más mía. La comunicación es el principio, y el comienzo de la acción es verbalizar lo que nace o lo que ya está vivo. Y si este mareo puede constituir algún tipo de reacción al ajuste, lo digno es hacer que todo el que se sienta girar se dé cuenta de que no está moviendo las piernas. Sólo siendo conscientes podremos reaccionar. Después podremos decidir por dónde va a empezar la libertad.


"se rompió la cadena que ataba el reloj a las horas.
se paró el aguacero, ahora somos flotando dos gotas.
agarrado un momento a la cola del viento me siento mejor,
me olvidé de poner en el suelo los pies y me siento mejor..."
(Extremoduro - Dulce introducción al caos)


(Tengo que añadir, no obstante, que existen personas que se escapan del mareo, y lo hacen bien. Personas que no se dejan aturdir, que intentan comprender lo que les rodea. Son, sin duda, focos de luz, pruebas de que es posible conseguirlo. Les doy las gracias por anteponerse al giro, por patalear. Son los referentes que yo quiero tener. Porque un referente no es aquél que te enseña cómo se hacen las cosas, sino cómo es algo cuando está bien construido. Y, en este caso, cómo es alguien cuando pisa fuerte.
No puedo cerrar esta nota, porque quedaría vacía, sin mentar a mi brújula personal, a la que considero un fuerte ejemplo de esto. Las personas que saben que son imperfectas son las que ayudan a comprender)




miércoles, 27 de noviembre de 2013

La sonrisa del Presidente

Desde siempre, he conocido personas que dicen roncharse ante determinadas situaciones. Personas que reaccionan ante las palabras o los actos que no les gustan argumentando que se están llenando de erupciones. Yo no sé si esto será verdad. Nunca he visto este tipo de marcas, aunque sí que he presenciado cómo alguien se rascaba o directamente se rasgaba la piel de manera sistemática, provocándose a sí mismo arañazos varios que, después, picaron de verdad. No sé si entiendo esta afición del ser humano por fingir que le ocurre algo. Sí que entiendo, por otra parte, el uso de la metáfora. Creo que es un arte. Las metáforas ayudan a construir el mundo, a explicarlo, a pensarlo y a pensar con él. Son, a veces, un oasis entre tanto mensaje contradictorio. Sin embargo, con todo arte hay que tener cuidado, porque es muy fácil confundir la ficción con la realidad. Y no debemos olvidar que, en el arte y en la metáfora, se potencian determinadas cosas para que el resultado sea ilustrativo o totalmente disuasorio. Y a veces terminamos desencadenando un efecto dominó que resulta destructivo: exteriorizamos la metáfora y la llevamos más allá de lo que simplemente es, una forma de explicar algo. La hacemos realidad. Y cuando decimos tener ronchas, nos rascamos. Y convertimos el picor interior en arañazos tangibles. Y somos incapaces de pensar sin añadir al pensamiento este elemento, los surcos de las uñas.
Murakami: "Las metáforas ayudan a eliminar lo que nos separa".
Hoy he pecado de metafórica. O de quejica. Porque las metáforas son buenas cuando ayudan a ilustrar algo, pero cuando se tratan de simples usos generalizados en el habla, o de simples gracias, son peligrosas. Hoy, la verdad, he caído un poco en la banalidad. He leído en el periódico que nuestro estimado Presiente del Gobierno, ser que representa al español medio (perdón, ¿qué?, me da un golpe de tos), abogó por responder a determinadas cuestiones sobre las cuchillas en la valla de Melilla con una flamante, esplendorosa, radiante sonrisa. Y mi primer pensamiento fue: "me roncho". "Me roncho", pensé. Y empecé a rascarme los brazos haciéndome a mí misma una gracia. Pero, vamos, que no me picaba la piel sino la conciencia. No me picaba el cuerpo sino lo que tengo dentro del cráneo. Me picaba el simple hecho de saber que el señor que nos representa ha sido capaz de sonreír ante una pregunta sobre cuchillas que desgarran cuerpos humanos, causando incluso la muerte por hemorragia a una persona. Una persona, repito; una persona que biológicamente es exactamente igual que nuestro señor Presidente. Desgraciadamente, esto sólo se da si hablamos de biología. Pero el ser humano conlleva significados.
Yo me rascaba, dándole vueltas una y otra vez a la oración. Al final, terminé arañándome un poco. Me arrepentí de haber usado la metáfora de las ronchas y de haber abogado por rascarme en un acto de humor o de simple complacencia, de haber omitido que lo que realmente me dolía era el alma por ser más empática que las personas que pueden evitar estas situaciones. 
Podría decirte que la sonrisa de Rajoy representa la separación por vigas de hierro de las distintas castas humanas, de los subgrupos de nuestra condenada especie. Podría decirte que la sonrisa del Presidente ejemplifica un leve caso de locura, un lapsus, o tal vez uno de esos tics nerviosos que determinadas personas desarrollan a lo largo de la vida. Podría decirte que la expresión en la cara de este señor quería evidenciar respeto o compasión, o ternura ante unas personas que se desgarran los brazos por entrar a su país o cachito de tierra (yo ya no sé qué demonios es). Podría decirte que Mariano pensaba en lo tonto que resulta que cruzar un espacio mínimo de tierra pueda causar heridas, en lo pernicioso que es para un país utilizar métodos como éste para evitar la intrusión de personas de forma ilegal en su territorio, destrozando los Derechos Humanos y evidenciando aquella definición de Gobierno que, en clase, me pareció tan rematadamente anacrónica: el Gobierno es quien tiene el monopolio de la violencia. Podría decirte, incluso, que Rajoy se acordaba de un chiste sobre perritos vestidos de Papá Noel. Pero no quiero mentirte. Me duele hacerlo. Te lo prometo. Y no sé encontrar por mí misma una verdad, una explicación para esta ascensión de las comisuras labiales del Presiente. Quizás quisieran volar hacia las nubes para escaparse de él, para dejar de estar estáticas. No lo sé. Necesito, por enésima vez, ayuda del diccionario, porque supongo que me sabe mejor que las definiciones las den otros que no hayan sido capaces de rascarse hasta arañar las zonas que otros tienen que coser.
He tenido la mala fe, entonces, de buscar 'sonrisa' en mi amigo el DRAE. "Acto y efecto de sonreír", dice. No importa, a veces hay que tirar un poco del hilo. Busco 'sonreír'. "Reírse un poco o levemente, y sin ruido", explica. Este diccionario es como los creadores de opinión; si te quedas con lo que te da y no te aferras a una pista mínima para seguir rebuscando, vas a quedarte con lo que quiere enseñarte. Así que tecleo 'reír', dejándome un poco los dedos. "Celebrar con risa algo"; "manifestar regocijo mediante determinados movimientos del rostro, acompañados frecuentemente por sacudidas del cuerpo y emisión de peculiares sonidos inarticulados"; "hacer burla o zumba"; "dicho de algo deleitable, como el alba, el agua de una fuente, de un prado ameno, etc: Infundir gozo o alegría"; "dicho de una persona: Despreciar a alguien o algo, no hacer caso de él o de ello" y "dicho de la tela de un vestido, de una camisa o de otras cosas, por muy usadas o por la calidad de la misma tela: Empezar a romperse o abrirse". Éstas son las definiciones que me brinda. ¿A que tirar del hilo causa buenos resultados? ¿A que sí?
¿Qué puedo decirte, entonces, de la sonrisa del Presidente? Casi parece un título de libro o de película, un sintagma de ficción. Y es que a veces me pregunto si no viviremos en una de esas metáforas que, a fuerza de ser dichas, terminan recayendo sobre la realidad. Metáforas psicosomáticas, las llamaría. ¿Qué puedo decirte? Pues, simplemente, que Rajoy sonrió ante una pregunta sobre las cuchillas en la valla de Melilla. Que elevó las comisuras de los labios, ejerció la "acción y efecto de sonreír", se rió levemente y, también levemente, celebró algo con risa, manifestó un leve regocijo, hizo una leve burla o zumba, consideró la pregunta levemente deleitable, despreció levemente o hizo un leve caso omiso de algo o alguien, o ha empezado levemente a romperse. Al menos esto es lo que con su gesto me muestra, lo que debe evidenciar una sonrisa según el diccionario aunque, a mi juicio, falten definiciones. Al menos esto es lo que ha dejado ver a millones de españoles. Y qué decir de los africanos, quienes sí que se habrán ronchado ante este amago de omisión. Qué decir. Lo único que puedo articular hoy, con los dedos en formación de tenedor, es que se ha perdido el amor al ser humano y hemos dejado que nos dividan, que nos moldeen, que nos hagan tener que elegir entre vivir mal o rasgarnos las extremidades. No a mí, pero pertenezco a una especie y me identifico con ella, y no voy a aferrarme a principios y fronteras que hemos impuesto para justificar violencia indirecta. Porque díganme, señores representantes de mi voluntad: ¿para qué se inventó la cuchilla, el concepto de cuchilla, si no es para cortar? ¿Para dar miedo? ¿Para persuadir? ¿Para alejar a personas de personas? Eso son, créanme, simples metáforas psicosomáticas. Y yo no voy a aceptarlas. No voy a aceptar las consecuencias de una verdad íntegra. No voy a aceptar el miedo como elemento persuasor, y mucho menos si este miedo representa sangre. Porque al final, no nos diferenciamos tanto de quienes han ejercido la cultura del miedo. Y, de la misma forma que una sonrisa es una sonrisa y no una metáfora, una cuchilla es una cuchilla. Y me da igual quien las pusiera, o que tengan que salvaguardar la seguridad del país. No voy a entrar en eso. Simplemente me pregunto cómo algo hecho para hacer daño puede significar seguridad. Y también cómo alguien puede sonreír por ello.
Creo que, después de todo, tengo una roncha. Perdona, Loly, por cuestionar tus erupciones. 

jueves, 21 de noviembre de 2013

de sonidos, moldes e intenciones

Glup. Glup.
Quizás te esté evocando un borracho que bebe, ya con la piel y los ojos amarillentos por el paso de la vida y, sin más, el del alcohol por la garganta. ¿Quién sabe?, quizás te lo imagines con boina, melena, una mano apoyada sobre la barra más fea del mundo y la otra, empecinada, empujando el vaso y derramando con suavidad el vino, ron, vermouth, o simple aguarrás sobre el esófago.
Glup. Glup.
Tal vez te evoque un río y el chapoteo de unas manos en el agua, la fuerza transmitida a algo que nunca se rompe porque, aunque la Biblia diga lo contrario, el agua siempre busca cómo rellenar los huecos. Autogenera su propia forma, se reinventa pasito a paso.
Glup. Glup.
O un par de gotas valientes que se desprenden del grifo de la cocina y caen sobre un cacharro.
Glup. Glup.
O la ebullición. Burbujas. Movimiento. Renovación.
Glup. Glup.
O quizás las gotas de lluvia que atacan la ciudad como soldados que saltan del avión de combate con miedo a desplomarse sobre la tierra yerma o una mierda, que temen su propia fragilidad pero, a la vez, no temen una revolución consistente en empapar zapatos.
Glup. Glup.
O una cena elegante y un camarero que sirve vino en una copa, y el chapoteo del líquido al pasar, de repente, de un recipiente a otro, al desprenderse de una parte de sí mismo que será tragada, digerida, parcialmente expulsada.
Glup.
Yo me imagino peces. Una pecera perfectamente redonda, con una redondez únicamente rota por una apertura en el punto álgido que sea para los pececillos como la luz en lo alto del pozo que una vez describió Murakami. La esperanza, o a su vez la desesperación convertida en materia, y sí, hablo de materia y me refiero a un agujero, a una ausencia, porque donde la oscuridad representa la nada y tapona el mundo, un pedazo de cielo que pende sobre la coronilla debe ser, cuanto menos, como una luna, una foto o una cuerda de escalada. Una pecera, en fin, con pinta de pozo. Y pececillos que nadan. Peces de colores, o en blanco y negro, qué importa. Y el agua. Pienso en agua, porque 'glup' representa siempre el líquido, la revolución de una sustancia que se adhiere al estado más dúctil de la materia, al estado de la búsqueda pero, a la vez, de la sumisión.
Imagino peces, y aquella frase de Córtazar: "A mí me parece que los peces ya no quieren salir de la pecera; casi nunca tocan el vidrio con la nariz".
Por alguna razón, imagino los peces quietos. Quizá porque las palabras de Cortázar calaron ya en mí en su momento y ahora no soy capaz de imaginar una pecera en la que los peces se acerquen al cristal e intenten hacerse dueños de la existencia posterior al molde de su agua. "Que se muevan", pienso a veces. Que se muevan, que naden, que sean peces y no estatuillas fabricadas en masa. Que huelan, que curioseen, que llenen los resquicios. Que saboreen, que giren, que toquen el vidrio. Pero no. Después de la analogía de Cortázar no soy capaz de ver peces en movimiento, ni siquiera en combustión. 
Pero el agua sí se mueve. No hay olas, porque una pecera es simplemente una recreación de un medio, y la ciencia pecerística no está ni por asomo tan desarrollada como para recrear el mar y todo lo que éste conlleva. En realidad, no tengo ni idea de por qué el agua convulsiona. Nadie mete el dedo y la revuelve, ni agita la pecera en un intento de que los pececillos salgan de su sueño y echen a volar (porque un pez que no se mueve puede ser un pájaro, o un tren, o una flecha). Supongo que en algún momento anterior a lo que mi imaginación augura, los peces se movieron. Y quizás ese movimiento pretérito sea precisamente lo que les lleva a estar quietos. Pero el agua, en fin, se mueve. Y en su superficie se crean ondas, espirales, pequeñas olas artificiales, el líquido sube y baja, se equilibra constantemente, y lucha. Lucha contra el cristal que le impone una forma, porque no creo que seas capaz de explicarte, o al menos yo no lo soy, cómo un puñado de agua puede tolerar una redondez absoluta. El agua, al moverse, intenta desmoldarse.
'Desmolde' significa 'acción de desmoldar'. Y molde, 'instrumento, aunque no sea hueco, que sirve para estampar o para dar forma o cuerpo a algo'. Un molde es una barrera externa que oprime un cuerpo hasta darle su propia forma. Es decir, traslada su forma íntegra a un campo que no le pertenece y, a fuerza de rodearlo, termina creando una copia suya que está constantemente en tensión por extenderse. El molde coarta el cuerpo, le impide desarrollar su estado más natural y mostrarse con el contorno que él reconoce como suyo. El agua, en la pecera, no es agua, sino agua con forma de pecera. Y el agua con forma de pecera no tiene absolutamente nada que ver con el agua con forma de mar. Tal vez sólo la cohesión de las miles de partículas, gotitas que se agarran unas a otras y se vuelven una, pero también estas gotas, en el mar, corren a su antojo. En la pecera deben formar, por opresión, un ente redondo. Y el movimiento acuático de la pecera se traduce como la lucha desesperada del contenido para liberarse, desparramarse sobre el suelo y buscar una bajada por la que fluir.
Quizás tenga el agua, en este sentido, una responsabilidad. La de desmoldarse, ejercer esa acción mediante la que se liberará de la maldita pecera. Creo que es por esto por lo que el agua convulsiona al más mínimo contacto, y escuchamos un 'glup glup' cada vez que chapotea. Es por esto que la copa de vino se vacía sobre la garganta al más mínimo vuelco y no se queda estacionada en el vaso bajo hasta que el mundo llegue a su fin. Es por esto que las gotas se desprenden del grifo, y aunque pueda parecer un parto, es simplemente una huida. Es por esto que a las gotas de lluvia les importa un pimiento precipitarse desde la nube, aunque caigan sobre el asfalto o una azotea o la boca de un adolescente. Y es fácil cuando el líquido encuentra un escape vertical, cuando la naturaleza o incluso el hombre le otorga la libertad necesaria para escaparse. Un empujoncito. Pero, cuando el agua vive en la pecera, no tiene escapatoria. Porque la fuerza del agua nunca será más fuerte que el cristal, y el cristal siempre será el molde que presione el contenido y vuelva inútiles sus gritos de esperanza.
Sin embargo, dentro de la pecera hay peces. Peces que están quietecitos, aletargados, hastiados de nadar en círculos. Peces terriblemente dignos de las palabras de Cortázar. Y para el agua de pecera, tener cuerpos en sus tripas es un alivio. O lo es cuando éstos nadan, tocan el vidrio con la nariz y no son cosas, sino seres. Los peces deben asumir la responsabilidad, que no sólo es del agua, de moverse, empujar, tirar, chocar, resbalar, machacar, placar, aletear, golpear, saturar, dar coletazos. El estado natural del agua es la extensión, pero un cuerpo no puede confiar simplemente en que su instinto o destino sea la salida. Tenemos que ser capaces de utilizar aquello que llevamos dentro, no solamente nuestra esencia humana, y convulsionar como cuerpos febriles en un acto que, a fuerza o estrategia, nos desmolde. La única vía de la dignidad humana es no confiar sólo en nuestro agua, sino también en nuestros peces. Y ser nuestros peces, e identificarnos con ellos, y apelar a aquella parte dormida del ente no sólo biológico que somos. Ser nuestros peces para mover lo que guardamos en el fondo, en el interior de unas costillas que todavía no se han roto porque los latidos que esconden no son, ni por asomo, lo suficientemente fuertes. Nadar, nadarnos por completo, descubrirnos mediante el curioseo y la autoinvestigación es una obligación y un derecho. Y utilizar esta natación, este movimiento para no volver a aletargarnos jamás, también lo es. Porque, sí, el estado natural del agua es luchar por fluir y buscar una salida, un agujero ínfimo, pero el de los peces es moverse, nadar, chapotear. Es por esto que la imagen del pez quieto me chirría, y es por esto, también, que esa maldita frase de Cortázar me llegó tan dentro cuando la esnifé con las pupilas. Porque somos agua y peces, y el agua es indispensable para que los peces vivan, pero los peces son insoportablemente necesarios si el agua quiere que algo haga fuerza y se aproxime a tocar el cristal con la nariz.
¿Te imaginas, entonces, un mundo de peces y agua? ¿Un mundo sin peceras? No un mar, sino un mundo de gotas libres. Yo sí. Todavía la experiencia no me aporta demasiado, pero creo que, si hemos llegado a este punto, es porque en algún momento decidimos tomar un camino que tenía una vía paralela. Y aunque las paralelas jamás se toquen, tenemos pies para saltar y la fuerza suficiente para impulsarnos, y la valentía mental necesaria para empezar a pensar que no tenemos por qué estar constreñidos por lo que nosotros mismos, tiempo atrás, construimos. Porque hay una diferencia entre una pecera y nuestro molde: el agua y los peces fueron añadidos en la pecera por un tercero, pero estos moldes los hemos creado nosotros, no sé si con malas decisiones o con decisiones buenas que ya quedaron obsoletas. Pero, sinceramente, yo quiero y me pido a mí misma tocar el vidrio con la nariz tanto como me permita la esperanza que me otorga esa pequeña luna que pende del cielo, la apertura de mi pozo, el tope de mi molde.
Así que esto es, finalmente, una declaración de intenciones. Vas a leer aquí un poco de mi desmolde, porque tengo la sensación de que escribir me ayuda a aspirar el olor del cristal mojado.

Y, como las buenas noticias se dan en voz baja, o eso escribió también Murakami, te doy una: todo en la vida evoluciona.